El 22 de abril de 1926 cambió para siempre la vida del empleado del Banco Osorno La Unión, Alfonso Turina.
Ese día, su padre, Juan Turina, inspeccionaba las últimas producciones de botellas de vidrios en su fábrica de Valdivia, ubicada en calle Yungay. De pronto, una jaba de vidrio se cayó de uno de los escaparates y con su peso aplastó al fundador de la fábrica, en un accidente que le provocó la muerte.
La tragedia del padre hizo que a la larga Alfonso tuviera que dejar su trabajo para hacerse cargo de Vidrios Turina, la empresa creada por esta familia de ascendencia croata.
Cuando han pasado más de 100 años, la Vidriería Turina aún porfía por sobrevivir y, lo más sorprendente, mantiene el apellido familiar, pese a que sus dueños ya no son los mismos.
Juan (Iván) Turina e Isabel Turina Gudac eran un joven matrimonio croata, originarios de la ciudad de Krizisce, en la localidad de Bakarac, quienes a fines del siglo XIX deciden emigrar hacia América.
Punta Arenas fue la ciudad elegida y llegaron en 1892 con la idea de buscar oro.
Los Turina tenían 12 hijos, la mayor era Ramona que había nacido en Croacia; Ana, que nació en Argentina, y el resto nació en Punta Arenas, ellos eran María, Rodolfo, Pierina (Petra), Catalina, Antonieta, Magdalena, Juan, Alfonso, Isabel y Josefa (Pepita).
En Punta Arenas, Juan Turina nunca encontró oro, pero era un trabajador con grandes habilidades manuales, así que se dedicó al rubro de la construcción y creó una carpintería en la ciudad magallánica.
La vida no era fácil para los migrantes y tras vivir 20 años en Punta Arenas en 1912 deciden instalarse en Valdivia con seis de sus hijos, pues para esa fecha cuatro de sus otros hijos se casaron y dos ya habían fallecido.
Al llegar a Valdivia, Juan Turina no tuvo mucha suerte, pues tuvo varios fracasos comerciales hasta que en 1919 instaló una fábrica de biselados, espejos y marcos que bautizó como La Nacional. Era la única industria de su especie en la ciudad.
Según un texto redactado por Pepita Turina y legado a su amiga Mirta Campos, Juan Turina falleció en 1926, mientras ayudaba a descargar un cajón de cristales de 850 kilos adquiridos desde Bélgica. El pesado bulto resbaló y cayó sobre Turina provocándole la muerte.
El 10 de marzo de 1939 fallece Isabel, madre de Alfonso y viuda de Juan Turina.
El negocio continuó en Yungay, en el espacio que actualmente ocupa la Municipalidad de Valdivia y en 1945 debió asumir la gerencia Alfonso Turina para mantener vivo el legado de su padre y su familia.
El hermano de Alfonso, Juan, también se dedicó a los negocios, pero se fue a vivir a Osorno y él sería el que le presentaría al maestro vidriero Rolando Ramírez, un hombre vital en el futuro de esta historia, al igual que su esposa Mirta Campos, pues a la larga se transformarían en los más cercanos en la vida del empresario.
Rolando Ramírez conoció a Alfonso Turina cuando éste ya era un hombre mayor en 1959.
Pese a que se casó en Valdivia con la hija de un conocido médico de ascendencia alemana, Turina no duró ni medio año con su esposa.
Cuentan sus amigos Rolando Ramírez y Mirta Campos que Alfonso se separó en buenos términos de su ex mujer y el matrimonio se anuló religiosamente.
Pero no todo quedó ahí porque cuando esta, que era muy joven, se casó en segundas nupcias, el propio Turina fue el padrino de la boda y la llevó al altar junto a su nueva pareja.
Ramírez describió al empresario con el que trabajó como un “hombre introvertido, poco comunicativo, pero muy generoso” y añadió que su vida “no era para el matrimonio”, pues era muy bohemio y muy galán y con los años le conoció varias aventuras románticas.
Alfonso era alto, rubio, ojos azules, delgado, muy elegante, de buen carácter, por lo que las solteras, separadas o viudas de su época lo veían como un excelente partido.
Pese a que pronto volvió a ser un codiciado soltero en la sociedad valdiviana, Turina no intentó volver a casarse, pues –según Ramírez- sentía que lo buscaban más por su dinero y su éxito comercial.
Por el contrario, usualmente se convertía en el alma de las fiestas sociales o del ambiente nocturno valdiviano, pero sin descuidar la empresa.
Es que a inicios y mediados del siglo XX Valdivia seguía siendo una ciudad pequeña y con una intensa vida social, con fiestas de corte familiar, las tradicionales kermeses que popularizaron los descendientes de alemanes, espectáculos musicales en el Teatro Cervantes o las fiestas bailables de sindicatos y las sociedades de socorros mutuos, sólo por nombrar a algunas.
En todas esas fiestas era usual ver a Alfonso Turina celebrando alegremente con sus amistades.
Rolando Ramírez recuerda que en esos encuentros Turina se destacaba por la llamada “rifa de la reina”. Cuando una organización elegía a su reina, los caballeros ponían dinero para inaugurar el baile con la bella señorita y el empresario era el que siempre donaba la cuota más alta para, con impecable terno, pañuelo al cuello y su delgada figura sacar a bailar a la reina e inaugurar el baile. Era todo un “gentleman”.
Rolando Ramírez trabajó al lado de Alfonso Turina por 38 años y se convirtió en su hombre de confianza en la fábrica de vidrios, al igual que su administradora comercial Jeannette Apparcel.
El vidriero en un principio iba a quedarse por tres meses, pero conoció a Mirta Campos, natural de Curacautín y a fines de 1960 contrae matrimonio con ella y decide radicarse en Valdivia.
Ramírez dice que fue tanto lo que marcó su vida que cuando va al Teatro Lord Cochrane, lugar donde antes estaba la empresa, cierra los ojos, regresa al pasado y se imagina a sí mismo trabajando en los mesones, dando forma a distintos objetos, creando vidrio con los químicos o cortándolo.
Como Turina era soltero casi siempre era invitado a pasar las fiestas con los Ramírez. Ellos le hacían recordar la vida de familia que había tenido con sus padres y hermanos en su niñez y que ya siendo mayor no tenía por opción personal.
Los años pasaron y Turina se mantenía bien, con una salud férrea, pese a que fumaba una cajetilla de cigarros diarios y era un fanático del chocolate, según recuerda el matrimonio.
El regalo de Alfonso
El 22 de mayo de 1960 ocurre el terremoto de Valdivia, pero la fábrica no fue destruida y siguió funcionando en Yungay hasta que le vende el sitio a la municipalidad.
Después, un año y medio más tarde, un 15 de diciembre de 1961 se traslada a la calle García Reyes donde se ubica en la actualidad, luego de construir un edificio que actualmente lleva su nombre.
Alfonso Turina gastó mucho dinero para levantar su edificio de calle García Reyes. Tras el terremoto se recuperó en lo económico y amasó una fortuna que le brindó un buen pasar.
El edificio empezó a construirse antes del terremoto de 1960 con el apoyo del ingeniero Hernán König y el constructor Hipólito Jerez.
Ya siendo un octogenario y un agradecido de Valdivia, su ciudad adoptiva, se le ocurre la idea de hacerle un regalo. En sus muchos viajes por el mundo se sorprendía del obelisco de Buenos Aires y se le ocurrió hacer una réplica del monumento en Valdivia.
“Yo creo que él quería perpetuar su memoria. El escultor Guillermo Franco le sugirió la idea de hacer algo parecido a Stonehenge, le gustó la idea, pero la descartó y eligió el obelisco. Buscó gente, pagó y lo levantó en la plazoleta para agradecerle a Valdivia todo lo que le había dado, lo bueno y también lo malo”, expresó Rolando Ramírez.
El 17 de febrero de 1983 se inaugura el obelisco entre las calles Carlos Anwandter y Alemania.
En 1986 vive la pena de la muerte de su hermana menor Pepita Turina, quien llegó a ser una destacada periodista y escritora nacional, además de ser esposa del escritor e investigador Oreste Plath.
Alfonso Turina pasó los 90 años, pero su salud se fue minando. Mirta Campos recuerda aún la última vez que lo vio en 1996.
“Cuando empezó a agonizar esa noche nos llamó su empleada. Antes lo habíamos ido a ver y ya se veía mal. Él no tenía religión y yo le pregunté si le gustaría que fuera un sacerdote y él me dijo que sí. Salimos con mi viejo a buscar a un sacerdote y no encontrábamos, parecía como si el demonio se nos pusiera por delante porque a cada rato nuestro auto pasaba en panne. Nunca fallaba ese Subarú, pero justo ese día se frenó o no partía”, recuerda Mirta Campos.
Buscaron en el convento San Francisco y después en la parroquia La Merced y en ambas los religiosos no pudieron ir, hasta que llegaron al templo Sagrado Corazón y ahí hallaron a un joven sacerdote que le brindó consuelo espiritual a Turina y le dio la unción de los enfermos.
“Después que se fue el sacerdote lo acomodé en su cama, me dijo que le apagara la luz, salgo y miro para atrás hacia su cama y él se despidió saludando con la mano. Fue la última vez que lo vi”, recuerda emocionada Mirta Campos.
El empresario falleció el 1 de febrero de 1996 a la edad de 95 años.
Pero antes de partir, sabiendo que no tenía herederos, decidió dejar a los Ramírez toda su fábrica.
“Él quería dejarme el departamento porque costaba más caro, pero al final lo convencí de que me dejara el local. Yo le prometí perpetuar el nombre de la vidriería. Le dije, posiblemente usted ya no esté, pero el local seguirá siendo Vidriería Turina y sigue siéndolo. Estoy muy agradecido de él”, manifiesta Rolando Ramírez.
El legado comercial de Alfonso Turina sigue intacto ya con 103 años, desde 1919 a la fecha.
Los Ramírez Campos todos los años pintan la tumba del matrimonio croata y de su hijo Alfonso y le dejan flores como si fuera un familiar más.
La fábrica sigue en la calle García Reyes y un retrato de un sonriente Alfonso Turina está colgado en un destacado lugar, siempre presente, como diciendo que el legado comercial de su padre aún sigue siendo la mejor vidriería de la ciudad.
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