Mi padre no cantaba. Silbaba. A veces lloraba pañuelo en mano, cuando se le aparecían las claras imágenes de estas letras reminiscentes: Quién vivió en esas casas de ayer, viejas casas que el tiempo bronceó. Y el viejo lloraba y hasta tarareaba. Pero se iba yendo despacito hasta el fondo de la cocina a leña para estar solo. Se van, se van…las viejas casas queridas…
Esas viejas casas de entonces. Una de ellas era la de Julia Bon Jarpa. La primera matrona con título que llegó a Baquedano y que atendía a caballo los casos más urgentes de la comarca. La mandó a construir en un sitio espacioso de la calle Condell. Y nada o muy poco había entonces en el vecindario. Era pleno 1929, junto a unos calafatales, en plena pampa abierta de un espacio solo, con una fachada de dos pisos y que sirvió para varias cosas, desde el Registro Civil hasta un restaurant, incluso una de las escuelas y la radio Patagonia. Quien diseñó los planos fue Salvador Hernáez, que trabajaba a las órdenes de los administradores ingleses de la estancia.
El primer uso que tuvo la casa, aparte de constituirse en la vivienda de Julia Bon y su familia, incluyendo su madre Enriqueta Jarpa de Rodríguez, fue para una pensión que llevaba por nombre Hotel Baquedano y en donde descansarían y se relajarían centenares de caminantes y viajeros que se atrevían a venir a quedarse a Baquedano. Eran los profesionales, los primeros agrimensores, las autoridades de la época y las visitas ilustres que concurrían hasta nuestros espacios sin acceder a algo mejor que lo que había. Y en esos años de 1930 no existía nada parecido a un albergue, posada u hotel, aunque ya andaban los Cadagan y los Arévalo efectuando movimientos de edificaciones similares en tiempos del bullicio de las primeras carreras en la actual plaza.
Una multitud de servicios públicos, escuela y hasta policlínico
Posteriormente serían esos espacios de la antigua casa los que albergarían en su planta baja la sala de una escuela de niñas que andaba buscando domicilio fijo en 1933, debido al aumento de demandas por matrículas. En aquellos días ya estaba doña Enriqueta como propietaria y les prestó la casa a las profesoras de la época para que funcione una sala en la planta baja, donde antes había un gran salón y un espacio amplio para los primeros comedores de la casa. Entonces comenzó a funcionar la escuelita con un improvisado pizarrón y algunos muebles de segunda. ¡Qué gente más decidida! Uno se pregunta de dónde se les ocurrían tantísimas soluciones a sus problemas.
Por esos mismos tiempos comenzaba a funcionar una oficina del Registro Civil en aquel caserón atendida por el incansable oficial civil Marcos Gaete. Años más tarde, la misma vivienda serviría para atención de los servicios de la Luz Eléctrica, atendida por el solícito funcionario Mario Rojas. Esto ocurría en 1937, exactamente el año en que la empresa era adquirida por los socios Ignacio Uriarte y Juan Altuna. Dos años antes, la matrona Julia, que era hija de Enriqueta Jarpa, solicitará un espacio para instalar en la casa su propio policlínico, el que serviría para prestar atenciones de urgencias a las mujeres parturientas y otros casos de cirugía y enfermería para pacientes rurales.
Al mediar la década de los 40, se instala en el lugar el agrimensor Raúl Araya Salvo. En esos días el pueblo se caracterizaba por los beneficios bailables, los carnavales y fiestas de la primavera a fin de recaudar fondos para obras sociales y comunitarias. La casa de esta mujer servía para reunir en diversas circunstancias a muchísimos grupos de diversa identidad con una acumulación de experiencias sociales que luego no han dejado jamás de comentarse. Tanta es la algarabía del crecimiento que el lugar hace posible que se produzca el nacimiento y la fundación del Club de Leones local.
El comercio y sus instalaciones en esa misma calle
Luego se accede a una nueva temporada en que priman los tiempos modernos y los vertiginosos avances del comercio, con una inmensa variedad de locales comerciales incluyendo las primeras oficinas y salas de transmisión de Radio Patagonia Chilena y muchísimos diversos usos que prestó esta multifacética casa habitación que fuera demolida hace unos diez años atrás para dar lugar a la construcción del Hostal Bon primero y después la recordada ferretería La Nueva.
Los nombres de aquellos locales y casas comerciales parecen resistirse a quedarse con nosotros: la Casa Bambi, una de las primeras librerías del poblado y el Café Bambi en 1953; Foto López, con representación de discos, artículos fotográficos y estudio profesional y retratos; el estudio fotográfico de don Manuel Brevis, recordado fotógrafo que, junto a Gustavo López y Mario Guillard son los más destacados de su época; la Casa Mauje, Lilo y Nona; Modas Rapuncel y una oficina de turismo de la familia Maclean.
Una serie de recuerdos del lugar hacen pensar que fue la casa que más usos tuvo en la ciudad desde el punto de vista de brindar acogida a servicios públicos, locales comerciales y acontecimientos sociales. En aquella fachada de dos pisos funcionó además, la primera radioemisora de la ciudad, con un Luis Ojeda visionario y un personal de lujo.
La casa del Puente El Salto, camino a Balmaceda
La segunda casa de hoy es una maravilla arquitectónica cuando uno mira detenidamente las fotos. Es una verdadera mansión de dos pisos de los años 30, que ocuparon Norberto Muñoz y su mujer Carmen Cárcamo Mayorga, al llegar de Chiloé al despuntar el año 29, ese año pasó por Coyhaique de a piecito, según la grabación que les hice. Iba en dirección a la Argentina, rodeada de pampas y calafates para ver a una hermana casada que vivía allá. Acompañada de su padre, se vinieron a pie desde Puerto Aysén, sin chistar, viendo pasar las distancias a su lado, por horas largas y tediosas, y un frío que calaba hasta los huesos.
Esa nada de Coyhaique, era una huella rodeada de pampas y faldeos, unos arbustos tupidos de calafates, y el incesante ulular del viento. Todas aquellas noches alojaban en los límites porque era la única forma de pasar buenas noches. Eran noches intensas, con ráfagas de viento y oscuridad total, con los cantos de los búhos y el rezongar de los zorros. Eran jornadas indecibles, llenas de presagios y albures. Sofía Muñoz tenía entonces 21 años y era buena moza, agraciada y juvenil, pretendida por muchos hombres.
Al llegar adonde su hermana que tenía finca en Río Mayo, la vida les fue cambiando fundamentalmente, especialmente a ella, que pronto observó la presencia de Daniel Medina, compadre de su hermana, quien vivía cerca del pueblo. Aquel hombre sería su marido, un calificado campero de ovejas y troperías. Se casaron el 17 de noviembre de 1930 y tuvieron nueve hijos. Comenzaría entonces la vida de trabajo junto a su hombre. Y cuando dispusieron de un mediano capital se precipitaron al viaje hasta el valle, con intenciones de comprar una casa propia en una tierra particular, necesaria para la vida, para forjar el futuro a partir de ella.
La casa grande del puente
Cuando enfilaron los ojos para Coyhaique, se decidieron comprar en El Salto, al lado del puentecito, la casa vieja de Timoteo Jara, quien les vendió los adelantos por allá por 1936, un lugar muy conocido a orillas del antiguo camino, saludando a medio mundo que pasaba generalmente a echarse un par de mates antes de proseguir viajes. Era y sigue siendo un emblemático espacio que refleja con bondad el paso de los años y un tiempo detenido. Seguramente en ese lugar hubo fiestas y carreras, hubo apuestas y jarana, comunidades campesinas alentadas por el presente de vacas y ganado, que se disponían a pasar buenas veladas de fogón y mates en torno a los grupos de visitantes.
Sofía se decidió dedicarse a la tierra e hizo huertas, amparándose en la paz que la rodeaba y dispuesta a observar las distancias frente a los inviernos crudelísimos, especialmente aquellos llovedores y nevadores, con cabalgaduras cruzando a nado, el puente con dos débiles tablones que ya se caían y la urgencia de unas crecientes que jamás se pudieron olvidar por lo despiadadas y agresivas.
Viviano, Daniel, Beatriz, Estela, Héctor, Isolina, Natter, Dante fueron sus hijos. El menor estaba durante la entrevista, pero ella declaraba que lo fundamental para la comida era la carne, y que las compras al año las hacían en la Estancia de Coyhaique Bajo donde estaba la pulpería donde el arroz los fideos, la harina, el azúcar y la yerba no podían faltar nunca. Llegaba la mercadería una vez al mes y la guardaban en la casa grande de dos pisos, una invitación a tradicionar en busca de los fantasmas de quienes ya no están y que les persiguen en los recuerdos, una casa abandonada y triste, que tal vez vio llegar a mucha gente y vio venir grandes tiempos, quedando todo en el más recóndito pretérito, situaciones de la vida enredadas entre el llanto y la carcajada, una casa dispuesta a traer de regreso a los muertos, a campear por la huella de los recuerdos para iniciar el segundo viaje. Un dolor del recuerdo en silencio para que el jinete se distraiga y respire el aire de las conquistas de los viajes difíciles.
Sofía Muñoz y su familia no se inquietan, a pesar de todo, y al hablar y al respirar se yergue la figura de Daniel Medina, impoluto y certero en el presagio de la gloria, aquel gaucho chileno que hizo frente a la tierra junto a una mujer laboriosa y tozuda, pero jamás acallados por el clima, por los inviernos, por los gritos destemplados de las pariciones, por el angosto tiempo que se les iba aguantando sin dejarlos solos.
Y la casa, ese monumento a la historia y al paso de muchos carros en la huella invisible, sigue en pie, no se cae, brillan sus huertas en el fondo, no desaparecen las huellas del matungo, los sonoros recuerdos de acordes de verdulera, la conquista oportuna de las visitas desmontando y desensillando y esa flor de tiempo que pugna en medio de la historia.
Dos casas viejas de esas que hacen llorar el alma. Igual que en el tango, se dejan estar los acordes de la vida, como si una neblina espesa cayera en la mitad del corazón para hacerlo flotar entre los patios viejos que trae el mismo color de humedad que encierran estos tangos tristes que hoy nos inspira Canaro.
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