Cerca del Jeinimeni, mi padre se pasaba en los fogones, como mirando el día. Alzaba la cabeza encima del caballo para no perder de vista las cosas, más allá de las agruras del resentimiento.
Se enamoró joven, cuando mamá se lavaba los pies en el arroyo. Apareció de lejos y se le acercó sonriendo. Conversaron horas mientras yo jugaba con las piedritas de colores y parece que dejó olvidada una zapatilla de lona (de la marca Langosta), porque mamá se la llevó al dormitorio y la guardó en un viejo baúl de madera. No sé si sería una chirigota pero lo cierto es que yo miraba eso y veía que ambos se querían y estaban juntos. Con el tiempo, me haría amigo de este señor que mi madre quiso tanto y al que tuve que llamar papá.
Cuando íbamos a los boliches , siempre me compraba golosinas. A mí me gustaban los Melba y los Godet y nos quedábamos viendo a esos jinetes sobre animales tan elegantes frente a la hacienda de Montemayer con tantísimo gaucho detrás de ella, ladridos de perros y toridos. Éramos felices ahí comiendo chocolates y caramelos argentinos frente a los neneos de Chile Chico.
Yo estaba aprendiendo a tocar la guitarra y un amigo me venía enseñando versitos por copia. Cantábamos juntos lo que me sugerían los versos, aunque yo no sabía tocar y sólo me salían algunos escasos fraseos. Así que di vuelta la guitarra y copié los versos ahí detrás con los monos de las notas y las posturas. A menudo me conseguía guitarritas viejas que estaban botadas en las casas y las encordaba con lonjas de potro y tripas de capón porque las cuerdas por ahí era difícil hallarlas, así que sacaba la bordona que era la principal y de la cuarta para abajo era de lonja de potro y el resto de tripas de capón, tercera, segunda y prima.
La primeras comparsas de esquila
Las máquinas de esquilar las traía don Linco, que las acarreaba desde la Élida. A veces fleteaba lienzos de arpillera para rodear la lana como si fueran paquetes gigantes y los amarraba con mucha fuerza para que los fardos quedaran eternos. El viento del lago era perpetuo, igual como el de Balmaceda. Recuerdo aún la frase que me dejó pensando, cuando el papá de la Dumicilda, don Rosalindo, le dijo que el viento, cuando soplaba mucho, se iba a esconder dentro de los ataúdes.
Me gustaba ir a La Cueva. Me subía a los peñones para mirar desde lo alto esa máquina de manijas y los comparseros que entraban piteando Caporal y Fumo Minas. Era tabaco en latas de medio kilo, unas latas coloradas que venían de Río de Janeiro y parecían maletitas con estampas de colores que se compraban a doce centavos y uno las coleccionaba. Varios de mis paisanos jugaban por esas viñetas y se morían de la risa cuando la taba caía en culo sobre el barro apisonado. Le decían el juego de la taba y todos jugaban eso hasta la puesta del sol. Don Linco se manejaba a puras tijeras con agarradores gordos que apenas se agachaban y velloneros que lucían sus bombachas semi orientales con el generito flameando al viento mientras andaban de un lado a otro.
Los acontecimientos
Lo que cuento fue pesado y azaroso. A lo lejos vimos llegar una tropilla de hombres muy jinetes armados con máuseres de caño largo. Desmontaron y caminaron hasta donde estábamos y después de un rato hablaron con voces fuertes. Yo me fui de ahí, pensando en mamá que estaba sola en casa y que debía saber esto, porque papá agitaba mucho los brazos como cuando tiene problemas y se ve obligado a hacer algo que no quiere.
El estanciero Evangelisto había mandado la carta de Puerto Aysén, donde les anunciaba a la gente que tomaran todas las precauciones porque se estaban acercando los usurpadores de tierras y ganado, al mando de un tal Von Flack. Evangelisto venía en el vapor Mercedes y ahí cerca de la popa los escuchó hablando cuando alcanzaban la Caleta Andrade, antes del Puerto Aysén. Al llegar, corrió al tiro hasta el correo y despachó un mensaje que marcaba los límites entre lo real y lo imposible:
“Puerto Aisén, martes 25. Vendrá una comisión a desalojar el jueves. Aguanten, porque parece que estos gallos quieren apropiarse de todas nuestras tierras, les van a ofrecer plata por los animales y les van a pagar una mierda. Digan que no, que el valor es de tres o cuatro veces más que eso. Yo voy con ellos, los sigo de cerca, tomaré un atajo para llegar antes”.
Papá ya lo sabía todo porque lo habían mandado a él de mensajero con la carta para don Canta, y le dijeron que Manuel Jara se había ido a Chile Grande a vender animales y entonces lo vio y se puso contento, porque ya sabía que mi padre llevaba un mensaje secreto. Por eso, en medio de la bahía, cerca de la loma, se abrió la carta con el mensaje.
—Hay que sacar las ovejas pa’la Argentina —balbuceó nervioso.
Pero mi padre, sabiendo lo que venía, le preguntó si tenía parientes allá.
—No, pero amigos hay unos pocos y debemos tratar de sacar a tiempo no más la animalada. Ellos los van a recibir. Antolín, veterano de tantas lunas, reflexionó un instante y habló:
—Entonces hay que defendernos.
—Defendernos? ¿Y cómo…?
—Diez hombres quiero no más para hacer faramalla y palabreo. Diez hombres y defendemos esto. Se lo juro.
Un verdadero ejército de pobladores
Apareció mucha gente del Huemules y entraron otros por la Argentina, de esos que trabajaban cerca de los límites y que eran amigos y tenían Winchester, así que se fue juntando la paisanada y don Canta estaba casi contento, pero más lo estaba don Antolín. Mi padre regresó a los dos días, contando que había tenido que engañar a las fuerzas del teniente Miquel que se dirigían hacia acá. Contó los mínimos detalles.
—Son como ochenta― dijo. Y están armados hasta los dientes.
Pronto llegaron las primeras patrullas encabezadas por Antolín. Alzaron campamentos, gritando muy fuerte para levantar la campaña y estar atentos, no vaya a ser cosa que lleguen de repente. Se ubicaron en el alto del cañadón, allá en el fondo con los caballos reposados, y un fogatón inmenso que hacía que se levantaran chispas y volaran con un calor enorme. Mi padre gritaba fuerte, medio alocotonado.
—Ahora sí que estamos listos —dijo. Con este tremendo fuego que tienen aquí los van a descubrir en un rato, los van a agarrar como capones y se los van a ensartar. Y los van a cagar a palos para que les digan dónde está el resto. Apaguen rápido, hom..!
—Este loco tiene razón —dijo riendo Ormeño. Al día siguiente, mamá me fue a entregar donde la Toribia porque ella teníamos que irnos de ahí, escapar rápido a la frontera.
Cuando mi padre llegó a la Ascensión, los vio acampados (ellos creían que él estaba de su parte) y entonces les dijo que andaba buscando una tropilla y vos de qué parte venís, le preguntaban, del Ceballos (con tremendo vozarrón pa’impresionarlos) y dónde queda eso le volvían a preguntar y pa’l norte, dijo, y le mencionó un hombre, un amigo de él que tenía capital y que también estaba siguiendo una tropilla y que a lo mejor esos potros podían haber estado buscando una querencia, que no se extrañen por la vuelta porque no sé si vuelva ni a qué hora. Y partió.
Y más allá encontró una población donde era conocido y estaba alojado don Jara que venía de Chile Grande.
—Y usted amigo, viene llegando. Ya que hizo treinta, por qué no hace treinta y uno, le dijo. Lo quiero mandar donde don Canta pa´que me lleve esta carta. Pa´ que esté prevenido. Usted tiene que agarrar por la costa del lago, por el lado de los alambres.
—No — le dijo mi padre—, no ve que ya estuve con ellos y les dije que no se extrañaran si volvía, así que me voy por la huella no más.
Volvió donde los usurpadores y también había un fogatón grande. Era pleno julio y se veían algunos cocidos al asador y un grupo que se estaba calentado el culo de lejos y él pasó al tranquito y sin chistar se fue alejando, bajando las manos para venirse al Chile Chico. Cuando llegó a la Guadalosa, se encontró a un andaluz con una chata que andaba vendiendo licores por todos lados y fue muy amable con él. Desmontesé le dijo y le invitó una botella de ginebra y ahí le contó que andaba de chasqui. Hablaron rápido. De los ataques de Von Flack y que todo ya lo sabían así que estaban preparados. El andaluz se llamaba Ambrosio Guesalaga. En la chata se fue el recuerdo y la tripa ardiendo por la ginebra larga de la tarde. Creo que mi padre sabía lo que iba a pasar.
El desfile circular con noche de luna
Toda la noche estuvo el grupo esperando. Algunos se durmieron pronto cerca de la fogata, otros se quedaron ahí, mateando sin fin, bordoneando suave, lejos de todo ruido en medio de la noche fría de Chile Chico. Mediando la jornada, a punto de ser las tres de la mañana, se produjeron los primeros movimientos en lo alto de las colinas. Ellos estaban arriba, pero los contendores lo estaban más con una altura perceptible relativamente mayor. Lo sabían porque miraban la luna viniendo redonda desde el norte. Lo sabían estando ahí, casi repuestos del todo luego de haber dormido un par de horas y churrasqueado, para soportar lo que venía. De pronto, las fuerzas aliadas de Von Flack aparecieron en la cima. Muchos hombres se movían sigilosamente y sólo se advertían (por la forma de la luna), que estaban armados con máuseres y que el líder se encontraba delante de ellos, montado a caballo. Antolín, al verlos, inmediatamente ordenó:
—¡Ahora sí, más leña a la fogata! ¡Y después... a desfilar en círculos!
Sin duda que la estrategia del engaño era hacer creer a los usurpadores que la defensa estaba constituida por cientos de hombres. Por eso la idea de hacerlos circular en torno al fuego, para que las sombras que se reflejaban de lejos tradujeran el concepto de multitud.
El desfile se inició, lento primero, cansino y silencioso, con pasos cortos de hombres rudos. Un polvillo tenue fue reflejando aquel movimiento en círculos compuesto por doce hombres que iban y venían rotando en
torno a la gran fogata central. Mi padre ya estaba con la legión de Antolín. Gritaba, daba órdenes, disfrutaba con la defensa, se movía rápido, aguzando la vista, descalabrando en derredor.
Las primeras luces del alba se alzaron cuando se ahogaron las fogatas y se percibieron las primeras detonaciones. Cuando la puerta se abrió, me lo dijeron. A papá lo alcanzó una bala cuando se encontraban parlamentando. Creyendo que estaba armado, uno del pelotón se apuró demasiado y el disparo le partió la cabeza y se vino muerto hasta la casa. Yo estaba ahí cuando lo trajeron. Me escondí detrás de la cocina y me quedé sentado en el suelo por nueve horas seguidas, llorando y apretando las manos con un fulgor de tristezas y un canto al revés del corazón, siempre mirando la otra cara de mi guitarra en el profundo silencio del encordado.
Mamá estaba acampada cuando se lo contaron. Inconsolable, sin poder intervenir y gritando incoherencias, se fue corriendo hasta las bardas y siguió llorando y llorando hasta quedar exhausta. El polvo del camino se alzó a las alturas cuando un grupo de jinetes la encontró allá abajo con el cuerpo destrozado. Dicen que la esposa de don Jesús, el estanciero viejo, la vio subirse a los promontorios de la cueva y luego desplomarse por las rocas. Seguro que cuando estaba cayendo, pensó en la zapatilla Langosta que algún día guardó en el viejo baúl de madera y también en mí, jugando cerca del río con las piedritas de colores.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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