Muchos le conocían como el huaso aristocrático. Otros, como el vozarrón garabatero. Lo que les consta a muchos es que acostumbraba lucirse donde estuviera, siempre emperifollado con una espléndida vestimenta de huaso centralino que había comprado en Osorno antes de venirse a la Patagonia. Algunos lo consideraron su amigo, especialmente esos que no se perdían invitación al ruedo de invitados por los oscuros espacios del hotel Español o sobre los mesones con olor a vela derretida del Chible de la calle Moraleda.
El antiguo poblador aysenino, perteneciente al grupo de los tres Juanes más representativos del primer poblado, fue junto a Foitzick y Carrasco uno de los primeros habitantes del lugar. Cada vez que podía se cacharpeaba y montaba en su tobiano para galopear rapidísimo y casi sin tregua, sólo por alardear, por hacerse el presumido. Llegaba a los faldeos del Divisadero, donde dirigía una poderosa empresa de madereo para ordenar el asunto de las bazas que había que mandar a Río Mayo o reparar la manivela corta del locomóvil donde el viejo Novoa.
Era famoso y querido este tal Mackay. Y nadie dejaba de escucharlo cuando pronunciaba con encanto y vitalidad esa amarrada palabrería que le hacía parecer interesante y cultísimo. Tenía, eso sí, un carácter de los mil demonios. Y eso lo convertía ocasionalmente en un ser árido y tóxico. En verdad, nos estábamos preguntando qué sería del viejo Mackay si no hubiese avivado su expresión oral con algunos garabatos de grueso calibre. O cómo se habrían podido olvidar de él si no hubiera protagonizado infinidad de situaciones divertidas, las tallas más deleitables, los chascarros más comentados, los sucedidos más asombrosos. Creemos que junto a Mascareño y a Chocair constituyen maravillosas fuentes de consulta y divertimento entre las vecindades coyhaiquinas. Se vivían, creo yo, esos tiempos extraños y difíciles donde a la vida triste había que hacerle la guerra con risotadas y algazaras a todo dar.
Algunas de sus destacadas características
El viejo Mackay andaba siempre por ahí, insuflando vida a un atribulado gentío de parroquianos y habitantes. Su energía era exuberante y cambiaba todos los esquemas. Notable es la talla de la capa del obispo, contada ya en estas columnas, lo mismo aquellos risibles episodios del hotel Chible donde entraba al bar montado a caballo, gritando desaforadamente ante la consternación de las mujeres que chillaban como ratas. El fue quien se atrevió a vestirse de huaso en la primera medialuna corrida en Baquedano en los tiempos de la fundación, provocando más de un grito de admiración por el imponente vestuario y la estampa de chilenidad que dejaba a su paso. No hay que olvidar jamás que fue Juan Mackay quien desafió a ministros, mandatarios y otras autoridades que venían en visitas oficiales a la ciudad. Era un hombre con una personalidad avasallante, valiente y agalludo como pocos. No se andaba con chicas e iba al grano sin merodeos.
Nuestro amigo de toda la vida Juan Antonio Mera, en esos encuentros ocasionales en las calles, me detuvo un día más de lo acostumbrado para contarnos lo que ocurrió durante una visita presidencial, en que Juan Mackay protagonizó una que otra situación que se escapaba a toda formalidad y que nos atrevemos a reproducir por la jocundidad que encierra. Y para no perder la esencia, se han conservado aquellos términos tan especiales que usaba don Juan y que le daban esa característica identidad que no se borra muy fácilmente.
Las bolas peucas
Visitaba Coyhaique el entonces presidente de Chile Gabriel González Videla a fin de anunciar la próxima promulgación de una ley de Tierras que garantizaba aspectos sobre los que muchos no estaban totalmente de acuerdo. En medio de la solemnidad de la reunión, el viejo Mackay se puso de pie e interpeló al presidente, con su soberbio vozarrón:
––Amigo presidente, con todo el respeto que usted se merece, esa ley que se está comentando no sirve para la provincia de Aysén. No se ajusta a las necesidades que nosotros tenemos aquí. Y es más, nunca funcionaría como está escrita en los papeles.
El estupor de la primera autoridad fue demasiado evidente. Pero sin perder la compostura le preguntó sobre la misma a Mackay:
––¿Y en qué se basa usted para decir aquello, señor Mackay?
El huaso ladino, el huaso emperifollado y exultante, fue derecho al grano, como era su costumbre:
––Presidente, es que eso no tiene sentido. Es lo otro lo que me preocupa, por qué se demoran tanto en dictar las leyes. Aquí ya se empieza a comentar que, esperando esas famosas leyes, a uno ya se le empiezan a poner las bolas peucas.
Tanto el presidente como sus ministros y otras personalidades de la comitiva, incluyendo a Marchant y algunos políticos, irrumpieron en estrepitosas carcajadas, demasiado difíciles de controlar por la claridad, el tono y la malicia que llevaban. No les quedó otra a los honorables asistentes que celebrar la oportuna talla de Mackay, el que siguió manteniendo su expresión de seriedad y su ceño adusto, como dando a entender que lo que había dicho no era para la risa. González Videla, riendo todavía, le respondió finalmente, manteniendo un cierto grado de solemnidad dado el momento de distensión:
––Mire señor Mackay, para que no se le empiecen a poner las bolas peucas, con el perdón de las damas presentes, vamos a tener que lograr no más que se promulgue en el menor tiempo posible esta ley.
Y aquella vez, la reunión terminó con la mayor liviandad y alegría por parte de todos los concurrentes, exceptuando a Juan Mackay, que era enemigo acérrimo de los malos políticos. Y más aún, sabiendo que pasarían largos años para que se logre lo que él pedía.
Recuerdos de 60 años atrás
Siempre es importante mantener vigente la presencia de este hombre fundamental para los destinos de Coyhaique. Sin querer olvidarme de él, me bastará con volver atrás unos 60 años y verlos a todos con hijos jóvenes, tal vez los primeros nietos, allí en la casa vieja, vecina del teatro Colón, la que aún se conserva en calle Ignacio Serrano. Ahí recuerdo haber estado con don Juan, un hombre esbelto y serio que parece ser que estaba enfermo aquella tarde de juegos y comidas con los tíos y primos Hidalgo de Chile Chico que vinieron de visita y se armó un grupo de sonrisas y buenas circunstancias. Aquella tarde nos acercamos todos reunidos dentro de un patio arbolado y reímos desaforados y locos, jugamos como niños por el inmenso espacio y hasta pudimos armar unas pichangas entre jóvenes y viejos. Ahí estaba el abuelo Juan enarbolando una sonrisa y creo que contando capítulos de su larga vida por allá por la cocina vieja del fondo de la casa.
Mackay se había venido de Arauco en 1933. Su norte era el futuro Coyhaique, zona de la cual había escuchado hablar muy bien en lo referido a los ámbitos que siempre le interesaron, la ganadería y la industria forestal. Se vino en el vapor Imperial de don Augusto, vestido de huaso. Y su llegada al puerto llamó poderosamente la atención. Un ayudante joven le acompañaba llevando su caballo corralero, brioso atajador que le haría conocido en las primeras quinchas de Baquedano. Mackay venía señalado por sus dotes de huaso. Y aún recordaba profundamente sus días de escuela, y a su compañero de banco Juan Antonio Ríos.
Los primeros deberes los cumplió sin recibir ninguna paga, para qué si su norte era totalmente distinto. Entonces se incluyó en la construcción de caminos, siendo inspector de obras viales en los lejanos años 35.
Sus últimos años en Coyhaique
Poco tiempo después ya estaba siendo propietario de un campo, al que nombraría Fundo Guerra, que fue vendido a Ramón Fernández Diez, un lugar paradisíaco al cual Fernández incluso valorizó aún más al construir una inmensa casa de acogida que destacó por sus finas líneas arquitectónicas y su tremendo volumen para atender a cientos de amigos.
Pero en 1959 viajó a Ibáñez y se enamoró de unas tierras de allá, adquiriendo un predio e instalándose con un campo nuevo llamado La Península. Fue ahí que trajo un aserradero, el primero, temprano constructor de las primeras casas, más de un centenar de ellas erguidas por primera vez bajo el cielo de Coyhaique, en un tiempo difícil donde costó un mundo emprender el primer vuelo de la existencia. Pronto llegaría la fascinante parafernalia de la vida activa, el contacto con pares y amigos que le hicieron sentirse más patagón que nunca. Ya había lucido como huaso el día de la fundación y también en 1931 cuando se levantaron las 32 ramadas iniciales en un torbellino de fiestas de nunca acabar. Ahí en un proscenio improvisado ganaría premios como bailador de cuecas, frente a su más difícil contrincante, el carrero y campesino de la tierra Basilio Rubilar Sobarzo.
Apreció los encuentros sociales. Tanto, que pronto ingresaría como socio a Ogana, la mayor convocatoria de agricultores y ganaderos de la zona, sin poder sustraerse al embrujo de los huasos, las monturas corraleras, los caballos, las medialunas y los rodeos de tantas celebraciones a través de sus años coyhaiquinos.
De pronto Mackay se vio inmerso en afanes políticos, justo cuando en 1938, las elecciones presidenciales proclamaban al profesor normalista Pedro Aguirre Cerda. Era sumamente importante ocupar un escaño allí en los listados a los cuales se integraban los más capaces. La capital del territorio entonces era Puerto Aysén y en ese entorno funcionaban los poderes centrales, debiendo incorporar, aparte de autoridades intendenciales y municipales, un nuevo frente político con esos antiguos regidores. Mackay supo granjearse, con su capacidad a la vista y su integración social a ultranza, un apoyo generoso que le permitiría conformar el primer grupo de regidores coyhaiquinos en las filas administrativas municipales con asiento en Puerto Aysén. Lo acompañaban en su designación otros tres regidores baquedaninos: José Segundo Vidal, Adolfo Valdebenito y Alberto Brautigam Lühr.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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